Este tiempo que nos ha tocado vivir no es nada fácil. Después de casi un año, pasando por el cese de nuestras libertades de movimiento, la crisis económica y social que se vive en nuestras calles y la incapacidad de poder planificar nada a corto plazo, hace que la vida se plantee como un erial de ilusión y sorpresa. Me limito a trabajar, comer y dormir, descubriendo como un regalo el encontrar una mesa libre en una terraza calefactada para hablar con mis amigas.
Recorro en mi mente todas esas cosas que antes me encantaba hacer: perderme en mi museo favorito, El Prado, por cierto; encontrarme en un bar con algún antiguo conocido que me sacaba una sonrisa; sacar unos billetes de avión adonde fuese, de pinchos por Bilbao o de vinos por Bordeaux, todo era una buena opción; andar por el campo y recobrar el silencio que la ciudad me robaba; cambiar mi ritmo circadiano por sentirme embelesada por el jazz en directo. Vivir sin mirar el reloj. Pensar en mañana, literalmente hablando, se ha convertido en un gran enigma.
Mañana es incertidumbre.
Esto analizado desde una rama más existencialista del ser, se comporta como un caos en la programación personal. El museo estará cerrado, el restaurante se habrá ido a la quiebra, no puedo viajar, no puedo salir de mi comunidad. Me supone una crisis personal de difícil recomposición ya que no está en mi mano que la normalidad vuelva a inundar mi vida.
No sé qué haré mañana, pero sí sé que leeré el periódico para conocer cuál es la nueva normativa que afecta a mi ciudad y el estado de las lluvias, una nueva alerta que obstaculiza mi jornada. Me tomaré un café y fumaré un cigarrillo. Eso es lo único que tengo claro que haré mañana.
Micaela Gómez









