La democratización de la hamburguesa

Un blog muy personal cargado de vivencias y experiencias cargadas de gastronomía, cultura, viajes, moda y lifestyle.

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No sé qué haré mañana

febrero 24, 2021

Este tiempo que nos ha tocado vivir no es nada fácil. Después de casi un año, pasando por el cese de nuestras libertades de movimiento, la crisis económica y social que se vive en nuestras calles y la incapacidad de poder planificar nada a corto plazo, hace que la vida se plantee como un erial de ilusión y sorpresa. Me limito a trabajar, comer y dormir, descubriendo como un regalo el encontrar una mesa libre en una terraza calefactada para hablar con mis amigas.

Recorro en mi mente todas esas cosas que antes me encantaba hacer: perderme en mi museo favorito, El Prado, por cierto; encontrarme en un bar con algún antiguo conocido que me sacaba una sonrisa; sacar unos billetes de avión adonde fuese, de pinchos por Bilbao o de vinos por Bordeaux, todo era una buena opción; andar por el campo y recobrar el silencio que la ciudad me robaba; cambiar mi ritmo circadiano por sentirme embelesada por el jazz en directo. Vivir sin mirar el reloj. Pensar en mañana, literalmente hablando, se ha convertido en un gran enigma.

Mañana es incertidumbre.

Esto analizado desde una rama más existencialista del ser, se comporta como un caos en la programación personal. El museo estará cerrado, el restaurante se habrá ido a la quiebra, no puedo viajar, no puedo salir de mi comunidad. Me supone una crisis personal de difícil recomposición ya que no está en mi mano que la normalidad vuelva a inundar mi vida.

No sé qué haré mañana, pero sí sé que leeré el periódico para conocer cuál es la nueva normativa que afecta a mi ciudad y el estado de las lluvias, una nueva alerta que obstaculiza mi jornada. Me tomaré un café y fumaré un cigarrillo. Eso es lo único que tengo claro que haré mañana.

Micaela Gómez

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#Relatonegro Ya me pagarás el desayuno

diciembre 3, 2020

Un día más, me había levantado en esa asquerosa buhardilla, aguantando los desconchones de las paredes, el frío que entraba a través de las ventanas y la incomodidad de los muelles saliéndose de la cama. Escuchando los gritos de mi vecina demente; solo deseaba que se ahogase con su propia saliva y, por fin, llegase el silencio. 

Madrid era mi pesadilla y me amargaba porque odiaba mi anodina vida. Nunca tenía ganas de llegar a la oficina y aguantar a mi jefe Roberto. El tío más despreciable del planeta: siempre estaba sudado, con olor a tabaco negro y tenía un timbre de voz de lo más impertinente. Yo siempre iba andando al trabajo, aunque hiciese frío polar o el calor me sellase contra el asfalto. Congelar o quemar mis pensamientos era la mejor opción para no volverme más loca de lo que estaba.

Como todas las mañanas, entré en la cafetería de María, una señora mayor que era feliz en la barra, con su mandil con olor a fritura y posos de café, rodeada de hombres bebedores de “sol y sombra” y chatos de vino. María era mi confidente en Madrid. No es que hablásemos mucho, pero ella me entendía con la mirada. Sabía si mi día era malo, atroz u horripilante. Me senté en un taburete de la barra. —Hola, buenos días María—le dije con la misma sonrisa fingida de todas las mañanas. María me contestó, moviéndose detrás de la barra: —¿Café con leche y tostadas? —murmuré un sí que retumbó en mis labios. Cogí el periódico para leer la sección de sucesos y María no tardó en ponerme mi desayuno en esa barra cochambrosa donde, hasta el periódico, se quedaba pegado.

—Hoy, estás con el pie torcido, muchacha—dijo María mientras pasaba el trapo por la barra. –No sé si tirarme al metro o beberme un carajillo—le dije riéndome con cierto cinismo –No puedes seguir así. O cambias de pensamiento o vuelve a tu casa de Palencia –

—María, no digas tonterías. A mi padre le aguanto menos que a mí—

 –Ay, si tuvieras un padre como el mío… ¡te lo cargabas! — 

–María, ¿te importa que te pague mañana? Le pregunté mientras me dirigía a la puerta. María me dijo adiós con la mano.

Al mediodía, volví a la cafetería de María. Al verme entrar, se sorprendió ya que no me esperaba. Me acerqué a la zona de la barra y le pregunté:

—Oye, por cierto, ¿no te sobrará una botella de aguafuerte? —

—Pero te ha dado ahora, ¿por fregar la oficina? —

—Dame una botella y calla. A ti no te importan mis asuntos. Y, anda, cóbrame el desayuno de esta mañana—

María se agachó y alcanzó una garrafita que estaba por la mitad. Vertió su contenido en una botella pequeña de agua. –Ya me pagarás el desayuno. Y más vale que mañana me cuentes qué narices vas a hacer—

Volví a la oficina y no había nadie, fui directa al despacho de Roberto. Ahí estaba. Sentado delante del ordenador, viendo un vídeo de Youtube mientras se comía un perrito caliente lleno de salsa que chorreaba por su boca y manos, ensuciando la mesa del escritorio. Al verme, me sonrió a la vez que me propiciaba una imagen de lo más desagradable: Kétchup, mayonesa, mostaza, cebolla frita y trozos de salchicha esparcidos en las cavernas de su boca. Se metió el último trozo del bocadillo y empezó a hablarme. Atragantado, intentó coger la botella de Fanta que estaba al otro lado de la mesa.

Encontré mi momento perfecto. Le abrí mi botella y se la di. Empezó a beber a bocajarro y se dio cuenta de que no era agua. Fue intoxicándose por segundos. Ver a ese cerdo agonizando por el aguafuerte de María, me provocó una sensación de lo más satisfactoria. Tardó veinticinco segundos en tener una parada cardiorrespiratoria. Ahí le dejé, despanzurrado en su silla de polipiel gastado, con la cara morada y la camisa estallada por su mastodóntica tripa. Cogí la botella y me marché. 

Fui a ver a María de nuevo. Estaba sola, haciendo una sopa de letras. Me puse cómoda en la barra y le dije —¡María! ¡Ponme un orujo con hielo! —

—¡Qué contenta se te ve! —

La verdad es que estaba pletórica y agradecida a María. 

—Por cierto, ¿te acuerdas de Pepe, el marido de la Herminia? —me dijo María con cara pícara.

—Si, claro. El que se sienta todas las mañanas en la esquina de la barra con su anís…—

—Pues esta mañana, en vez de anís, la copita ha sido de aguafuerte. Se creerá el tonto que me puede dejar fiada la copa todas las mañanas…—

Apoyé mi codo en la barra, a la vez, que bebía un trago de orujo y la miraba mientras pasaba el trapo.

Hoy, entendí por qué era mi mejor amiga.

Micaela Gómez

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#3Relato – Me dejó huella

julio 21, 2020

San Agustín, en su libro Confesiones dijo: «Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.»

El 25 de diciembre a las 8 de la mañana, cuando encendí mi teléfono, todos me habían preguntado qué había pasado. Donde había estado toda la noche y con quien. Por qué salí de la casa de mi tía Marina en la Plaza del Humilladero de Madrid, ni al terminar el magret de pato confitado que tanto me gusta y habiendo bebido unas copas de vino de más.

Todos se olían algo y entre una mezcla de tímidos comentarios y preguntas a las que yo no quería contestar o más bien que no sabía cómo explicarlo. Todo depende de qué. ¿Estuvo bueno el vino? Buenísimo, te diría. Detallaría los matices: consistente en el paladar, de aroma afrutado y carácter aterciopelado y color rubí. Un vino de los que dejan melodía en las papilas gustativas, como las emociones. Pero hablar de las emociones es complicado, y contestar a dónde había estado esa noche era complicado.

Regresando a esa mañana del día 25. Yo no estaba sola. Creo que de alma sí, pero no de
presencia. Había pasado las mejores ocho horas de mi madurez. Había disfrutado de la
caducidad de los minutos, los cigarros y los besos. Sabiendo que era hoy y no mañana. Que esa mañana del 25 ya era el último centímetro de la barra de incienso quemado que tanto me gusta oler cuando tengo resaca.

Esa mañana, sentía cómo mis hormonas bailaban con risa burlona sabiendo que la
caducidad del momento era inevitable. Estábamos en mi casa: él y yo, pero había llegado al incontrol del tacto y el gusto. Al adormilamiento de la conciencia. A la ceguera con antifaz de terciopelo y espinas. Al abismo intestinal. Al no importarme ni cómo, ni por qué.

Me levanté de la cama y dejé el móvil en la mesa de la cocina e hice dos cafés espressos. Al volver a la cama, la necesidad de despertar mi conciencia era más que un deseo, una obligación en sí misma. Sabía que el café no sería tan potente para mitigar una noche en vela, llena de emociones en forma de besos y caricias. El tiempo se agotaba. Él tenía que marcharse. Su vuelo salía en menos de tres horas. Y con el teléfono en modo avión, dubitativo, lo activó para pedir un taxi. Su pequeña mochila estaba en el vestíbulo y mil notificaciones hicieron eco en el silencio de la mañana del día de Navidad.

Al marcharse me besó el cuello, dejando una marca. Me dijo: “no quiero que te olvides de
mí. Por lo menos hoy”

Me dejó una huella. A día de hoy, me acuerdo de San Agustín sin saber explicar qué tipo de huella dejó él en mí. Si física o mental. Si verdadera o irreal.

 

 

*Relato breve de autoficción escrito en febrero de 2020 por Micaela Gómez.

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El virus del cambio

mayo 12, 2020

Quien nos iba a decir que un virus nos iba a paralizar en casa durante tanto tiempo.

Hace tiempo, pensaba que el mundo no iba como tenía que ir. Que la rueda giraba tan deprisa que iba a alcanzar un tope que la frenara. Todos vivíamos incontrolados. Cada vez había más metas irreales e inalcanzables. Éramos consumistas de hedonismo caduco. Premiaban los Likes y no valorábamos la importancia del ahora. Íbamos corriendo a todos los sitios, sin llegar a tiempo a nada. Vendíamos una fachada ocultando lo que realmente teníamos dentro. Planificábamos un futuro, sin pensar que estábamos perdiendo nuestro presente.

Además de eso, lo pasábamos bien, muy bien, pero considero que solo a ratos, porque repito, que la rueda iba demasiado deprisa y no daba tiempo a valorar el qué, cómo, cuando, cuanto y dónde. Podríamos pensar en una Tercera Guerra Mundial, pensamiento que se esfumaba al tiempo que el trago de vino recorría nuestra garganta. También pensamos en un ataque cibernético, más de un día sin Internet y enloquecíamos sin conexión. Solo huelgas y más huelgas, fastidiándonos en los momentos que más necesitamos, pero la rueda seguía su inercia. Yo siempre me quejé de mi época. Una época en que premiaba la silicona y el último Iphone para hacer fotos de una realidad virtual irreal. Una época donde ser ingeniero o médico no era valorado, pero si ser futbolista o influencer de calcetines.

De repente, un día, el mundo se para, la rueda se frena en seco y un maldito virus nos hace darnos cuenta de muchas cosas: somos más frágiles de lo que imaginábamos y que la Madre Naturaleza necesitaba un respiro. Después de dos meses confinados en nuestros hogares, prevalece lo real y el valor de las pequeñas cosas. Pero, qué pena que esta situación tenga que enseñarnos algo que antes no habíamos visto. Que los médicos salvan vidas, qué pena que hasta ahora no se haya visto así. Que trabajadores de supermercados y logística, son empleos esenciales y han trabajado duramente por ofrecernos alimentos, pedidos y servicios. Qué pena que no vernos, nos haga sentirnos más cerca. Que pena no darnos cuenta de lo que teníamos hasta que lo hemos perdido.

De esta situación no aprenderemos sino lo hacemos en la misma dirección y para eso, por muy utópico que suene, los políticos deben dejar de hacer demagogia y empezar a hacer política de oportunidades y méritos. Toda la cadena de trabajadores de actividades esenciales no ha hecho huelga cuando más se les ha necesitado. Eso debe premiarse y no mediante aplausos en los balcones, sino mejorando sus condiciones. Apoyando a las pequeñas empresas y autónomos, motor de nuestra economía, y no poniendo infinitas trabas a las grandes empresas que dan trabajo a millones de personas. Y que no se nos olvide, que cuantos más trabajemos, más impuestos pagaremos y con ello, salvaguardaremos la maravillosa sanidad pública que tenemos y ayudaremos a los más desfavorecidos.

Sino cuando todo esto pase, porque pasará, volveremos a lo anterior. Olvidando, entre otras cosas, cómo se hornea el bizcocho de limón que aprendimos a hacer en la cuarentena.

 

 

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~Behind the scenes~ Oscars 2020

febrero 19, 2020

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#2RELATO · EL SOL CEGADOR

julio 16, 2019

La carretera de la playa dirección a Sitges era divertida de conducir. Curvas cerradas y acantilados rocosos que terminaban en el mar. El sol permanecía tan alto que no dejaba sombra en el suelo. El viento chocaba contra el capó del descapotado Alfa Romeo Spider que Jon conducía con soltura, propia de su experiencia al volante de deportivos de competición. Llevaba unas gafas de carey marrón que le favorecían bastante. Su frondoso cabello castaño y corte de cara angulosa, le hacían ser un tío muy interesante. Carles le acompañaba como copiloto—Oh now momma don’t you ask me why…Woaaaaah, oh listen to the music— cantaba Carles chascando los dedos al ritmo de la canción. —¡Me acuerdo cuando tenías el grupo en Tossa de Mar! — comentó Jon. —Buah, ¡me echaron por algo!— dijo Carles con cierta vergüenza recordando sus pésimas facultades musicales. La canción de los Doobie Brothers acabó. Jon se acercó a la oreja de su compañero y le regaló un mimoso beso. —A veces, necesitamos que nos salven—dijo Carles compasivo.

Amigos desde la niñez, siempre compartieron su gusto por las fresas silvestres de gominola, las películas de James Dean y los libros de Oscar Wilde. Su primer beso tuvo lugar en una excursión de fin de curso a los trece años. Jon vendó los ojos de Carles y musitando unos versos, arrimó sus labios a la boca de su amigo. Sus vidas fueron análogas hasta que la universidad les separó en 1985. Jon se fue a Madrid a disfrutar su homosexualidad en las aulas de la Politécnica, mientras que Carles se quedó en Gerona, reprimiendo su instinto y casándose con la vecina mona de la casa de la playa.

Durante muchos años, se veían al inicio del verano: un café con hielo; un cigarro en la puerta de un garaje o una llamada. Mantuvieron encendida la llama, aunque fuese a base de ínfimos bocados de pasión a medias. Esta vez fue distinto. Jon reservó una casa perdida en el parque Nacional del Garraf, sin conexión. El fin era conectar como nunca antes lo habían hecho.

Carles estaba emocionado por dejar atrás su vida descafeinada. Tras casi veinte años de matrimonio, decidió abandonar su casa y experimentar el viaje que tenía en mente desde los trece años. Una maleta de cuero con unas prendas de ropa, un neceser y sus pastillas para la migraña eran los únicos enseres que llevaba consigo de toda una vida.

Cuando acabaron las curvas. Se perdió de vista el mar y se adentraron entre montañas. El depósito del coche marcaba la aguja cerca del cero. —¡Estamos de suerte, gasolinera a tres kilómetros!— canturreó Jon. Al bajarse del coche, el viento movía todos los elementos colgantes del escaparate de la estación. Corrieron el uno al otro. Entre risas, muecas y complicidad, se estrujaron con sus brazos y se comieron a besos. Carles quería fumar. —Espera. Echamos gasolina y nos fumamos un pitillo cerca de la cuneta—dijo Jon a la vez que le echaba el brazo al hombro y le rozaba con gracia el sexo. Al llegar al mostrador, continuaron besándose como si quisieran vaciar el depósito de cariño para recargarlo de gasóleo. —¿Cuánto van a querer? ¿Diésel o gasolina?— dijo la dependienta de la gasolinera. —¡Lleno de 95!— dijo Jon quintando su brazo del hombro. —¡Carletes, Carletes! ¿eres tú?— vociferó la dependienta con la cara desencajada. Ella era la prima segunda de su mujer, íntima de la familia. Con ella había pasado verano tras verano, todos estos años en la playa de Tossa de Mar. El rostro de Carles palideció y bajando la mirada al mostrador, en silencio, otorgó un sí a la pregunta de la prima. Suspenso, salió corriendo de la gasolinera y cayó al suelo al llegar a la cuneta. Comenzó a llorar con frustración, propia de la cobardía que protagonizaba en su vida.

Jon salió de la tienda, recargó el depósito de gasolina y arrancó el coche. Al llegar a la altura dónde estaba Carles, aparcó el coche. Al salir, se sentó a su lado. Se quitó las gafas de sol, sacó la cajetilla de tabaco y le dijo: —¿Quieres un cigarrillo?—

 

M.

1 comentario · Categorías: Moda y Lifestyle Tags: escritura creativa, narrativa, relato breve

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