Si escuchas a Bad Bunny todos los días, probablemente este texto no es para ti. Si estuviste en la preventa y te quedaste sin entrada, entiendo tu decepción. Si la conseguiste y ya marcaste su concierto como el gran acontecimiento musical de 2026, no me odies: lo que vas a leer no va a gustarte.
Vivimos tiempos en los que consumimos sin lógica. Hay rapidez, hay compulsividad, hay urgencia. El lema es no quedarse fuera. Todo es inmediato, superficial y desechable. La música, siempre ha sido un poderoso espejo de la sociedad, tanto a nivel cultural como social. Ha representado un espacio de búsqueda personal, una expresión colectiva, un medio de resistencia y protesta, una manifestación cultural y un sentimiento de pertenencia. El empobrecimiento musical de los últimos tiempos desemboca en: “No importa el qué escuchamos, sino que lo escuche todo el mundo”. Esto puede reflejarse en cualquier acontecimiento social: No vamos porque queramos o nos guste, sino porque van los demás. Y la maquinaria borreguil es tan potente que te obliga a estar dentro del rebaño, ya que salir implica rebeldía y coraje y, por supuesto, rechazo social. Y porque no decir que conciencia crítica y cultural.
Bad Bunny, gracias a su estructura comercial perfectamente engrasada, se ha convertido en el icono más visible de esta tendencia: No hace falta haber escuchado a Bad Bunny para entender por qué llena estadios en minutos. Lo que vende no es música, sino una experiencia colectiva altamente codificada. Una entrada de un concierto suyo no se compra con las emociones y menos con los oídos, sino con el FOMO, el miedo a no estar presente donde todos estarán. No es un evento musical, sino un acto de validación social en si mismo. Su éxito, lejos de ser casual, refleja a la perfección el vacío líquido del que hablaba Zygmunt Bauman: “Una sociedad en la que las decisiones culturales no se sostienen en la reflexión, sino en el reflejo”
En este marco, la música se convierte en un excusa -un medio-, no un eje -fin en si mismo-. Y ahí es donde mi crítica no apunta a Bad Bunny sino al sistema que convierte a un cantante en un fenómeno de masas que lo empaqueta como una experiencia vendible sin dejar a la audiencia que se plantee si canta bien o mal, tiene talento o que le hace sentir como cuarto arte.
El problema es que ya es tarde, el algoritmo elige por nosotros. Me cuesta creer que los millones de personas que estaban en las filas virtuales se hayan escuchado un album completo. Como en muchas otras materias, esto es un reflejo de una sociedad que tiene una baja tolerancia a la reflexión y alto impulso colectivo. Y esto va más allá de su música, es la pertenencia a una realidad social construida.
Pero no quiero quitar la ilusión para dentro de un año. “DeBÉis TiRAR MáS FOToS” para que los que no llegaron a la validación de esa larga cola de adeptos, se sientan partícipes del “PeaZO dE KoNCieRTo” que viviréis.
Para todos los demás, larga vida a la música que no es efímera.

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