Eran las 12 de la noche y mi vida cambiaba. Por lo menos, la edad. ¡Ya llegaban los 30! Hasta el momento me había sentido cómoda en la veintena. Esa que me regaló tantos momentos con sabor a onda juvenil, responsabilidad a medias, banda sonora de rock y mucho festejo de por medio. Esa noche, decidí hacerme la foto con el último trago de mis veintitodos. Tatuarme una vez más – en la mente – esa frase que marcó mis costillas a los 25: You only live once. Y comenzar una nueva década con el lema de fluir y sentir más. Preocuparme menos y darle menos importancia a las cosas. Me hicieron la primera llamada de felicitación. Un buen amigo me dijo: “para cantar el cumpleaños, lo mejor es ser el primero o el último y si lo celebras que yo sea con el único que lo haces”. Nunca fue el único pero con él, siempre fue más especial.

En el bar donde estaba sonaba Guerra Mundial de Leiva. «Moviendo el avispero, me siento tan estúpido, acariciando el fuego, evitando reaccionar». Por un momento, no me apetecía ser treintañera. Había coleccionado tantos momentos compartidos y solitarios que no quería cerrar una gran etapa vivida, llena de años de experimentación y adaptación al medio social.
Me encontraba con una de mis mejores amigas. Estudiamos en el mismo colegio y Universidad. Ella, que me conoce y sabe encarecidamente lo nostálgica que soy con el paso del tiempo, me hizo reflexionar sobre las etapas de la vida. Habrán preguntas existenciales, preguntas banales, preguntas sin sentido y preguntas inteligentes que pasaran por nuestra cabeza. A unas les encontraremos respuesta, sin embargo, otras nunca la tendrán. A cambio nos beberemos un Bloody Mary y cantaremos Stand by me de Oasis. Recordando esos bonitos años en la facultad.
Brindamos y me acosté con una gran sonrisa, algo había cambiado. Me costó dormirme ya que las preguntas existenciales del cambio de edad inundaban mi mente y necesitaba una respuesta. Pensé que nuestra sociedad, esa que nos han vendido como moderna y avanzada, se interrumpe con suspiros de creencias impuestas que guardamos a fuego en nuestra mente. Nos grita a través de muchos canales. Y esos mensajes calan hondo en nuestra conducta haciéndonos más infelices y frustrados.
Pensar que con 30 hay que estar casada o, por lo menos, tener pareja estable. Poseer un plan de pensiones o los ahorros suficientes para comprarte una casa. Tener un hijo porque si no se te pasa el arroz. Yo soy de arroz integral y ¿tú? Tener el trabajo de tus sueños – en Instagram, todos, parecen tenerlo -. Ser interesante, guapa, inteligente, metro ochenta y no comer hidratos de carbono. – Dicen que, a partir de los 30, todo lo que comes se queda en las cartucheras – . Tu familia se hace mayor y ahora te toca apechugar a ti, ¿estás preparado? Una noche de desfase ya no te sienta como antes, la penitencia es multiplicada por mil. ¡Benditos treinta!

Cuando me desperté al día siguiente, oficialmente, era mi cumple. Me dieron la bienvenida en la treintena. ¡Wow, que subidón! Durante el día, gran cantidad de amig@s se acordaron de mí y me dieron la mejor de las respuestas. Nunca habrá respuesta para tantas preguntas. Lo que hay son grandes momentos y grandes elecciones. Y eso, es lo que me ha hecho llegar hasta aquí. Y honestamente, no se está ni que tan mal. Esa noche cené en un restaurante italiano que tiene nombre de Rey de Roma. Mi postre fueron varios gintonics. Me apetecía experimentar la penitencia del día siguiente con mis treinta recién cumplidos.







