La democratización de la hamburguesa

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#3Relato – Me dejó huella

julio 21, 2020

San Agustín, en su libro Confesiones dijo: «Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.»

El 25 de diciembre a las 8 de la mañana, cuando encendí mi teléfono, todos me habían preguntado qué había pasado. Donde había estado toda la noche y con quien. Por qué salí de la casa de mi tía Marina en la Plaza del Humilladero de Madrid, ni al terminar el magret de pato confitado que tanto me gusta y habiendo bebido unas copas de vino de más.

Todos se olían algo y entre una mezcla de tímidos comentarios y preguntas a las que yo no quería contestar o más bien que no sabía cómo explicarlo. Todo depende de qué. ¿Estuvo bueno el vino? Buenísimo, te diría. Detallaría los matices: consistente en el paladar, de aroma afrutado y carácter aterciopelado y color rubí. Un vino de los que dejan melodía en las papilas gustativas, como las emociones. Pero hablar de las emociones es complicado, y contestar a dónde había estado esa noche era complicado.

Regresando a esa mañana del día 25. Yo no estaba sola. Creo que de alma sí, pero no de
presencia. Había pasado las mejores ocho horas de mi madurez. Había disfrutado de la
caducidad de los minutos, los cigarros y los besos. Sabiendo que era hoy y no mañana. Que esa mañana del 25 ya era el último centímetro de la barra de incienso quemado que tanto me gusta oler cuando tengo resaca.

Esa mañana, sentía cómo mis hormonas bailaban con risa burlona sabiendo que la
caducidad del momento era inevitable. Estábamos en mi casa: él y yo, pero había llegado al incontrol del tacto y el gusto. Al adormilamiento de la conciencia. A la ceguera con antifaz de terciopelo y espinas. Al abismo intestinal. Al no importarme ni cómo, ni por qué.

Me levanté de la cama y dejé el móvil en la mesa de la cocina e hice dos cafés espressos. Al volver a la cama, la necesidad de despertar mi conciencia era más que un deseo, una obligación en sí misma. Sabía que el café no sería tan potente para mitigar una noche en vela, llena de emociones en forma de besos y caricias. El tiempo se agotaba. Él tenía que marcharse. Su vuelo salía en menos de tres horas. Y con el teléfono en modo avión, dubitativo, lo activó para pedir un taxi. Su pequeña mochila estaba en el vestíbulo y mil notificaciones hicieron eco en el silencio de la mañana del día de Navidad.

Al marcharse me besó el cuello, dejando una marca. Me dijo: “no quiero que te olvides de
mí. Por lo menos hoy”

Me dejó una huella. A día de hoy, me acuerdo de San Agustín sin saber explicar qué tipo de huella dejó él en mí. Si física o mental. Si verdadera o irreal.

 

 

*Relato breve de autoficción escrito en febrero de 2020 por Micaela Gómez.

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El virus del cambio

mayo 12, 2020

Quien nos iba a decir que un virus nos iba a paralizar en casa durante tanto tiempo.

Hace tiempo, pensaba que el mundo no iba como tenía que ir. Que la rueda giraba tan deprisa que iba a alcanzar un tope que la frenara. Todos vivíamos incontrolados. Cada vez había más metas irreales e inalcanzables. Éramos consumistas de hedonismo caduco. Premiaban los Likes y no valorábamos la importancia del ahora. Íbamos corriendo a todos los sitios, sin llegar a tiempo a nada. Vendíamos una fachada ocultando lo que realmente teníamos dentro. Planificábamos un futuro, sin pensar que estábamos perdiendo nuestro presente.

Además de eso, lo pasábamos bien, muy bien, pero considero que solo a ratos, porque repito, que la rueda iba demasiado deprisa y no daba tiempo a valorar el qué, cómo, cuando, cuanto y dónde. Podríamos pensar en una Tercera Guerra Mundial, pensamiento que se esfumaba al tiempo que el trago de vino recorría nuestra garganta. También pensamos en un ataque cibernético, más de un día sin Internet y enloquecíamos sin conexión. Solo huelgas y más huelgas, fastidiándonos en los momentos que más necesitamos, pero la rueda seguía su inercia. Yo siempre me quejé de mi época. Una época en que premiaba la silicona y el último Iphone para hacer fotos de una realidad virtual irreal. Una época donde ser ingeniero o médico no era valorado, pero si ser futbolista o influencer de calcetines.

De repente, un día, el mundo se para, la rueda se frena en seco y un maldito virus nos hace darnos cuenta de muchas cosas: somos más frágiles de lo que imaginábamos y que la Madre Naturaleza necesitaba un respiro. Después de dos meses confinados en nuestros hogares, prevalece lo real y el valor de las pequeñas cosas. Pero, qué pena que esta situación tenga que enseñarnos algo que antes no habíamos visto. Que los médicos salvan vidas, qué pena que hasta ahora no se haya visto así. Que trabajadores de supermercados y logística, son empleos esenciales y han trabajado duramente por ofrecernos alimentos, pedidos y servicios. Qué pena que no vernos, nos haga sentirnos más cerca. Que pena no darnos cuenta de lo que teníamos hasta que lo hemos perdido.

De esta situación no aprenderemos sino lo hacemos en la misma dirección y para eso, por muy utópico que suene, los políticos deben dejar de hacer demagogia y empezar a hacer política de oportunidades y méritos. Toda la cadena de trabajadores de actividades esenciales no ha hecho huelga cuando más se les ha necesitado. Eso debe premiarse y no mediante aplausos en los balcones, sino mejorando sus condiciones. Apoyando a las pequeñas empresas y autónomos, motor de nuestra economía, y no poniendo infinitas trabas a las grandes empresas que dan trabajo a millones de personas. Y que no se nos olvide, que cuantos más trabajemos, más impuestos pagaremos y con ello, salvaguardaremos la maravillosa sanidad pública que tenemos y ayudaremos a los más desfavorecidos.

Sino cuando todo esto pase, porque pasará, volveremos a lo anterior. Olvidando, entre otras cosas, cómo se hornea el bizcocho de limón que aprendimos a hacer en la cuarentena.

 

 

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Tenemos que vernos más

noviembre 23, 2018

El miércoles por la mañana, me desperté con el viralizado vídeo del spot de Ruavieja. La primera visualización me encogió el estómago y derroché unas cuantas lágrimas, pensando en todos mis seres queridos. Me pareció tan sumamente bonito y emotivo que se lo reenvié a personas importantes de mi vida. Las contestaciones fluían de la misma forma: ¡qué gran verdad!, ¡es cierto, tenemos que vernos más!, ¡jo, la vida pasa, el reloj no para!, ¡las nuevas tecnologías van a acabar con nosotros!, ¡gracias!

Resultado de imagen de spot ruavieja

Decidí verlo de nuevo y mi reacción ante el spot cambió completamente.

No quiero decir con esto que el anuncio me dejase de parecer emotivo y real, pero, sí que juega con las emociones con un poco de demagogia. Es innegable que, debido al avance y proliferación de las nuevas tecnologías, pasamos más horas delante de una pantalla. ¡Qué le vamos a hacer si tenemos que trabajar delante de un ordenador! Hace siglos, pasaban las horas con la hoz, segando la tierra al aire libre y ahora nos comen los edificios de oficinas y redes inalámbricas. Indudablemente, los efectos de tanto consumo audiovisual no es positivo y, en vez de conciliar las relaciones personales, puede ser un agente de crear personas encerradas en su mundo virtual.

Trabajamos tantas horas que, a veces, lo que más apetece es encender el pc, abrir Netflix y ver cualquier contenido que nos saque una sonrisa, en vez de quedar con ese amigo que llevas meses escribiéndote: ¡a ver si nos vemos!. No creo que esto se deba a una mala distribución del tiempo, sino a una elección de cómo pasar nuestro tiempo. Hace 60 años, en un pueblo, las relaciones personales eran más cercanas y de mayor cantidad. Para empezar por la cercanía y por la falta de opciones para hacer cosas. Actualmente, si vives en una gran ciudad, hay muchos factores que perjudican la periodicidad de los encuentros e, incluso, la calidad de los mismos. Pero, mi pregunta es: ¿ves a aquellas personas que quieres de verdad y que si quieres ver? Siendo rotunda, la respuesta es SI.

Habrá millones de coyunturas que lo compliquen pero, desde que nos levantamos de la cama, la vida nos ofrece muchas opciones y nosotros elegimos. Elegimos ir al gimnasio o no, comer sano o arrasar en Alfredo´s Barbacoa, llamar a tus padres de camino al trabajo o escuchar un podcast sobre Millennials, quedar con esa amiga que está pasando un mal momento o ver la última película de HBO. Está claro que es complicado verse si vives a miles de kilómetros o tu horario de trabajo va a la contra que el de los demás pero, si quieres podrás tener contacto con esa persona. Por lo tanto, no se trata de una falta de tiempo o una mala distribución del mismo causada por el devenir de nuestro tiempo. Sino de una elección de con quien pasamos nuestro tiempo.

Mi mayor crítica al respecto es cuando el psicólogo dice que nuestra mente está programada para no pensar en el tiempo que nos queda de vida. ¡Gracias mundo por estar programados así! Esa simple sensación es la que nos hace vivir la vida con esperanza sin pensar en cuando será nuestro último día. Si estuviésemos programados con un día de muerte, la vida no tendría sentido porque la magia de no saber es lo que da valor a la existencia.

El cálculo del tiempo que nos queda con esa persona querida, me resulta completamente irreal. Obviamente, es momento de lágrima fácil pero siendo conscientes del desconocimiento de tiempo que nos queda… ¿cómo voy a saber el tiempo que nos queda para disfrutar juntos si no sé el tiempo de vida que me queda de vida? ¿La solución sería juntarnos todos en el campo, mirándonos, sintiéndonos y contando las horas que pasamos juntos? Lamentable el planteamiento.

Si soy una clara defensora de las nuevas tecnologías en lo que a comunicación personal se refiere. Gracias a la tecnología estamos más unidos con personas que viven en otros continentes y podemos conectar a cualquier hora del día y a través de muchos canales. Ruavieja da en el clavo de que tenemos que vernos más para compartir sobremesa con una crema de orujo. Me quedo con ese planteamiento.

Ya que somos propietarios de nuestro tiempo, disfrutémoslo con aquello (un Ruavieja) y aquellas personas que deseemos (contigo). La distribución corre a nuestra cuenta. 🙂

M.

 

 

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INVISIBLES

octubre 19, 2018

Otro día más, una de esas noticias del Telesucesos  de por la noche me dejó perpleja. Es cierto que estamos banalizados con el mal: nos podemos comer un cordero asado mientras vemos a través de una pantalla LCD como niños civiles mueren en una guerra que no tiene fin. Como el sufrimiento, la sangre y la desolación no nos afecta lo suficiente y tenemos la capacidad de intercambiar pantalla contestando un Whatsapp de donde quedamos luego. Y es una verdadera miseria que los seres humanos seamos tan sumamente invisibles.

La noticia: «Nadejda, ocho años muerta en su casa sin que nadie denunciara su ausencia», me  produjo una tristeza infinita. Pensé para mí, ¿nadie en este mundo la echó de menos durante casi 3000 días de ausencia? ¿Tendría hijos, hermanos o vecinos? Cuando me puse a investigar sobre el suceso, me sentí más conmovida ya que la mujer de origen ucraniano tenía un hermano en Ucrania y dos hijas que vivían también en España. Un buzón lleno de cartas, un coche inmovilizado durante todo este tiempo lleno de polvo y una puerta cerrada desde dentro en la máxima invisibilidad. Y me parece algo increíble que, en España, ya son 5 los casos de fallecimientos no notificados en lo que llevamos de año.

Y esto me lleva a la idea de que la vida está pasando demasiado deprisa ante nosotros y los avances tecnológicos son un ataque a nuestra identidad. Antes había más contacto personal y eramos un nombre más un apellido. Recuerdo cuando iba al colegio que saludaba al panadero de debajo de mi casa e incluso los días que la pereza me inundaba, cogía el autobús, y me sabía el nombre de los conductores. Todo era más personal. Ahora, somos un ID, una referencia, un número de teléfono o un código Bidi. Y aunque creamos que la plataforma tecnológica nos hace llegar a todo a golpe de segundo, nos hace vulnerables ante la invisibilidad física.

En una jornada de Marketing digital a la que asistí hace tiempo, plantearon si los humanos seremos seres híbridos en un corto plazo de tiempo. Me asustó la idea pero, automáticamente, me vino a la cabeza la imagen del Cyborg, un ser humano que tiene integrado un gadget informático en su cuerpo. A raíz de mi aportación a la sesión, contaron la experiencia tecnológica que se había llevado a cabo en una empresa sueca. Habían integrado un chip a  los trabajadores con la finalidad de facilitarles la vida laboral. Una vorágine tecnológica en la que no será suficiente con llevar un móvil en la manos, sino que estará dentro de nuestro cuerpo.

A la larga, estaremos más conectados en una red de personas invisibles. Llamadme clásica pero creo en los abrazos carnales, no en los virtuales.

M.

 

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Tu culpa, la mía o, simplemente, la edad

julio 26, 2018

Esta mañana, me ha llamado una gran amiga para contarme una decisión que acababa de tomar. A pesar de su seguridad innata y fortaleza ante las disyuntivas, necesitaba ese empujón para llegar al punto raíz, donde ella es feliz. Como le he dicho: si haces las cosas como a ti te gustan y tu quieres, siempre contentarás a los demás y, lo mejor, contentarás a tí misma. Porque irradiarás seguridad y felicidad. Cierto que, ahí, nacen las culpas. Hacer lo que a uno le gusta conlleva insatisfacciones a terceros.

Buscamos culpables para hacernos víctimas de la situaciones que se nos escapan de las manos. Cuando lo realista sería ser aceptar nuestras decisiones y actos con determinación y coraje. Porque es nuestra vida ¿no? Vivimos la vida sintiéndonos juzgados por lo demás. ¿tanto te importa lo que piense tu vecino, tu amigo o tu novio de ti? Me viene a la cabeza una de mis citas favoritas de John Locke que dice: «Soy yo el único juez dentro de mi propia conciencia, porque soy yo quien habrá de responder en el gran día al Juez Supremo de todos los hombres». La verdad es que no puedo estar más de acuerdo.

Se juzga que una persona conservadora esté a favor de la homosexualidad. Y que un votante de izquierdas sea taurino.  Todo debe ser negro o blanco cuando, en realidad, hay muchos colores intermedios. Una vez, un chico me dijo que no me pillaba. Que no comprendía mis gustos, unidos a mi personalidad y mi forma de vida. Yo le contesté que era ecléctica, que vivía la vida como un aprendizaje constante y la persona que yo era, se fundamentaba en experimentación y en ser la persona que YO quería ser. Y teniendo una base súper sólida, fluía ante las circunstancias de la vida como si fuese una sirena, ¡no olvidemos que soy Virgo!

Un perfil indómito es fácilmente juzgable por las masas. Pero, bastante querido por las minorías. Porque no entra en el canon de un estereotipo clásico. Y eso confunde al personal. Les hace sentir inseguros porque sienten que, tan solo, conversar con esa persona es un ejercicio de alto riesgo. Y cuando observan que no pueden pillarlo, ni entenderlo; lo juzgan. Y lo que no se dan cuenta es que el legado de Locke está muy marcado en su conciencia y es difícil sentir culpa por ser así: diferente y original.

Y todo esto viene porque, ayer, me volví a ver, por vigésima cuarta vez, un capítulo de Sexo en Nueva York, donde Carrie Bradshaw y Mr. Big, se culpan el uno al otro por la actitud que muestran en la relación. Este capítulo me trae nostalgia como los chicles Bubbaloo. No es mi culpa que me gusten, tampoco es la tuya que te disgusten. Tal vez el elixir para  ser feliz, sea «ir a nuestra bola», tal cual, sin aditivos. Y eso, no significa pasar de los demás e ir pisándolos como si fueses el Príncipe de Maquiavelo, sino ser autónomo en el zoo de la vida. Y vivir sin mochilas de carga, ni arrepentimientos.

La culpa puede que la tenga la edad. Ya que la edad, te quita culpa. Lo más interesante es vivir sin pensar en qué pensarán los demás.

 

Love, Micky.

 

 

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El síndrome de la media naranja

abril 27, 2018

Desde hace mucho tiempo dejé de creer en esa premisa. Y no fue porque, el bellísimo texto de John Lennon la tumbara, sino, porque, a base de vivir experiencias y compartir momentos íntimos y estrechos con la vida, me di cuenta de que, en el mundo, hay naranjas enteras, medias naranjas, pulpa de naranja y zumo de naranja derramado por el suelo.

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El origen de la expresión «media naranja» se remite a Platón. En su obra,  El Banquete,  relata un diálogo, acerca del amor, entre Apolodoro, Albíades, Aristodemo, Aristófanes, Erixímaco y Sócrates en casa de Agatón. Éste explicaba que, al principio, la raza humana era casi perfecta y existían 3 clases de seres humanos:

  • El primero, compuesto por un hombre y otro hombre, descendiente del Sol.
  • El segundo, compuesto por una mujer y otra mujer, descendiente de la Tierra.
  • El tercero, compuesto por un hombre y una mujer, llamado andrógino, descendiente de la Luna.

La obra cuenta que los cuerpos humanos eran robustos, vigorosos y de corazón animoso. Por ello, concibieron la atrevida idea de  escalar el cielo y combatir con los dioses. Tal osadía provocó la ira de Zeus y decidió volver a someter al ser humano reduciendo su fuerza. Para ello, lo hizo dividiendo a los humanos en dos mediante un rayo. De esta forma, hizo a los seres incompletos. Cada mitad empezó a buscar irremediablemente para encontrar la otra mitad de la que había sido dividida. Cuando ambas mitades se encontraban, se abrazaban y se unían, llevadas del deseo de entrar en su antigua unidad, con ardor tal que, abrazadas, perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada la una sin la otra.

Este es el origen de la expresión más manida en lo que a relaciones amorosas se refiere. Detrás de ella, no hay mucho romanticismo, sino una búsqueda desesperada de completarse que roza la disposición a morir de voluntad por el simple hecho de verse completo por la otra mitad.

Pero, ahora bien, ¿cuántas veces no habéis manifestado o sentido haber conocido a vuestra media naranja para que os complete?

Todos hemos sido víctimas del síndrome de la media naranja, aceptándolo como un verdadero axioma. Una vez, eliminado el romanticismo por Zeus, ¿no crees que tú, por ti mismo, ya eres esa bonita naranja? Y puesto que nacemos enteros, hagamos el encuentro por el amor y no por necesidad.

 

M.

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