San Agustín, en su libro Confesiones dijo: «Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.»
El 25 de diciembre a las 8 de la mañana, cuando encendí mi teléfono, todos me habían preguntado qué había pasado. Donde había estado toda la noche y con quien. Por qué salí de la casa de mi tía Marina en la Plaza del Humilladero de Madrid, ni al terminar el magret de pato confitado que tanto me gusta y habiendo bebido unas copas de vino de más.
Todos se olían algo y entre una mezcla de tímidos comentarios y preguntas a las que yo no quería contestar o más bien que no sabía cómo explicarlo. Todo depende de qué. ¿Estuvo bueno el vino? Buenísimo, te diría. Detallaría los matices: consistente en el paladar, de aroma afrutado y carácter aterciopelado y color rubí. Un vino de los que dejan melodía en las papilas gustativas, como las emociones. Pero hablar de las emociones es complicado, y contestar a dónde había estado esa noche era complicado.
Regresando a esa mañana del día 25. Yo no estaba sola. Creo que de alma sí, pero no de
presencia. Había pasado las mejores ocho horas de mi madurez. Había disfrutado de la
caducidad de los minutos, los cigarros y los besos. Sabiendo que era hoy y no mañana. Que esa mañana del 25 ya era el último centímetro de la barra de incienso quemado que tanto me gusta oler cuando tengo resaca.
Esa mañana, sentía cómo mis hormonas bailaban con risa burlona sabiendo que la
caducidad del momento era inevitable. Estábamos en mi casa: él y yo, pero había llegado al incontrol del tacto y el gusto. Al adormilamiento de la conciencia. A la ceguera con antifaz de terciopelo y espinas. Al abismo intestinal. Al no importarme ni cómo, ni por qué.
Me levanté de la cama y dejé el móvil en la mesa de la cocina e hice dos cafés espressos. Al volver a la cama, la necesidad de despertar mi conciencia era más que un deseo, una obligación en sí misma. Sabía que el café no sería tan potente para mitigar una noche en vela, llena de emociones en forma de besos y caricias. El tiempo se agotaba. Él tenía que marcharse. Su vuelo salía en menos de tres horas. Y con el teléfono en modo avión, dubitativo, lo activó para pedir un taxi. Su pequeña mochila estaba en el vestíbulo y mil notificaciones hicieron eco en el silencio de la mañana del día de Navidad.
Al marcharse me besó el cuello, dejando una marca. Me dijo: “no quiero que te olvides de
mí. Por lo menos hoy”
Me dejó una huella. A día de hoy, me acuerdo de San Agustín sin saber explicar qué tipo de huella dejó él en mí. Si física o mental. Si verdadera o irreal.

*Relato breve de autoficción escrito en febrero de 2020 por Micaela Gómez.


