Un día más, me había levantado en esa asquerosa buhardilla, aguantando los desconchones de las paredes, el frío que entraba a través de las ventanas y la incomodidad de los muelles saliéndose de la cama. Escuchando los gritos de mi vecina demente; solo deseaba que se ahogase con su propia saliva y, por fin, llegase el silencio.
Madrid era mi pesadilla y me amargaba porque odiaba mi anodina vida. Nunca tenía ganas de llegar a la oficina y aguantar a mi jefe Roberto. El tío más despreciable del planeta: siempre estaba sudado, con olor a tabaco negro y tenía un timbre de voz de lo más impertinente. Yo siempre iba andando al trabajo, aunque hiciese frío polar o el calor me sellase contra el asfalto. Congelar o quemar mis pensamientos era la mejor opción para no volverme más loca de lo que estaba.
Como todas las mañanas, entré en la cafetería de María, una señora mayor que era feliz en la barra, con su mandil con olor a fritura y posos de café, rodeada de hombres bebedores de “sol y sombra” y chatos de vino. María era mi confidente en Madrid. No es que hablásemos mucho, pero ella me entendía con la mirada. Sabía si mi día era malo, atroz u horripilante. Me senté en un taburete de la barra. —Hola, buenos días María—le dije con la misma sonrisa fingida de todas las mañanas. María me contestó, moviéndose detrás de la barra: —¿Café con leche y tostadas? —murmuré un sí que retumbó en mis labios. Cogí el periódico para leer la sección de sucesos y María no tardó en ponerme mi desayuno en esa barra cochambrosa donde, hasta el periódico, se quedaba pegado.
—Hoy, estás con el pie torcido, muchacha—dijo María mientras pasaba el trapo por la barra. –No sé si tirarme al metro o beberme un carajillo—le dije riéndome con cierto cinismo –No puedes seguir así. O cambias de pensamiento o vuelve a tu casa de Palencia –
—María, no digas tonterías. A mi padre le aguanto menos que a mí—
–Ay, si tuvieras un padre como el mío… ¡te lo cargabas! —
–María, ¿te importa que te pague mañana? Le pregunté mientras me dirigía a la puerta. María me dijo adiós con la mano.
Al mediodía, volví a la cafetería de María. Al verme entrar, se sorprendió ya que no me esperaba. Me acerqué a la zona de la barra y le pregunté:
—Oye, por cierto, ¿no te sobrará una botella de aguafuerte? —
—Pero te ha dado ahora, ¿por fregar la oficina? —
—Dame una botella y calla. A ti no te importan mis asuntos. Y, anda, cóbrame el desayuno de esta mañana—
María se agachó y alcanzó una garrafita que estaba por la mitad. Vertió su contenido en una botella pequeña de agua. –Ya me pagarás el desayuno. Y más vale que mañana me cuentes qué narices vas a hacer—
Volví a la oficina y no había nadie, fui directa al despacho de Roberto. Ahí estaba. Sentado delante del ordenador, viendo un vídeo de Youtube mientras se comía un perrito caliente lleno de salsa que chorreaba por su boca y manos, ensuciando la mesa del escritorio. Al verme, me sonrió a la vez que me propiciaba una imagen de lo más desagradable: Kétchup, mayonesa, mostaza, cebolla frita y trozos de salchicha esparcidos en las cavernas de su boca. Se metió el último trozo del bocadillo y empezó a hablarme. Atragantado, intentó coger la botella de Fanta que estaba al otro lado de la mesa.
Encontré mi momento perfecto. Le abrí mi botella y se la di. Empezó a beber a bocajarro y se dio cuenta de que no era agua. Fue intoxicándose por segundos. Ver a ese cerdo agonizando por el aguafuerte de María, me provocó una sensación de lo más satisfactoria. Tardó veinticinco segundos en tener una parada cardiorrespiratoria. Ahí le dejé, despanzurrado en su silla de polipiel gastado, con la cara morada y la camisa estallada por su mastodóntica tripa. Cogí la botella y me marché.
Fui a ver a María de nuevo. Estaba sola, haciendo una sopa de letras. Me puse cómoda en la barra y le dije —¡María! ¡Ponme un orujo con hielo! —
—¡Qué contenta se te ve! —
La verdad es que estaba pletórica y agradecida a María.
—Por cierto, ¿te acuerdas de Pepe, el marido de la Herminia? —me dijo María con cara pícara.
—Si, claro. El que se sienta todas las mañanas en la esquina de la barra con su anís…—
—Pues esta mañana, en vez de anís, la copita ha sido de aguafuerte. Se creerá el tonto que me puede dejar fiada la copa todas las mañanas…—
Apoyé mi codo en la barra, a la vez, que bebía un trago de orujo y la miraba mientras pasaba el trapo.
Hoy, entendí por qué era mi mejor amiga.
Micaela Gómez





























